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Celebrar al prodigio de Bruno Gelber

Si bien no es una casualidad para quien escribe sobre la música y siente una admiración profunda por uno de los prodigios más extraordinarios que ha dado la Argentina, en los últimos días apareció repetidamente el nombre de Bruno Gelber. La semana pasada, sin ir más lejos, en una conversación con Gustavo Mozzi, director musical del Teatro Colón, compartiendo recuerdos de los que resulta este Manuscrito en honor al excelso pianista que hoy cumple años: dos anécdotas de su infancia en el invierno de 1952.

La primera de ellas: su debut en público junto a un ensamble de la Orquesta Estable del Teatro Colón, de la cual su padre era integrante como violista, “un músico del Colón –como siempre añora–. ¡Músicos que eran considerados una personalidad en la sociedad de entonces!” Con la dirección del inefable maestro Vicente Scaramuzza, tocó el Tercero de Beethoven, un concierto severo, adusto, enorme para un chico de 11 años que sin embargo era capaz de decir, con toda la voluntad en una de las entradas más espectaculares del género ¡Aquí estoy yo! Estoy en el corazón de este mundo trágico, en el presagio de la enfermedad.

Para el niño habituado a los conciertos en la radio y los salones sociales, el descubrimiento no podía ser más impactante, el centro de un marco magnífico rodeado de alegorías y muros circulares, la adoración, el clamor y los aplausos. “Para mí fue una revelación, un acontecimiento –cuenta en su libro de los conciertos beethovenianos el músico que tan cabalmente comprendió el drama del genio alemán–. Una idea que me fascinó para siempre, la de ser importante. Me aplaudían con entusiasmo, me felicitaban, me auguraban el éxito de una gran carrera y hasta me pedían autógrafos cuando yo apenas si sabía lo que era firmar. No sé cómo describir esa emoción sintiéndome querido y admirado como una estrella”. Semanas después aprendió una lección significativa. Advertido de los autógrafos, el pequeño artista pidió un rincón con lo necesario para hacer especial ese momento. El concierto se repitió, el público entusiasta, los elogios, los deseos. Pero a nadie se le ocurrió pedirle un autógrafo. Con ese episodio, dice que Dios le enseñó en el comienzo de todo, algo esencial para la vida: dar lo mejor sin esperar nada a cambio.

La segunda anécdota para celebrar al prodigio: el concierto de Alfred Cortot, que vino al país por única vez a los 75 años. Gelber tuvo la dicha no sólo de escucharlo en vivo sino también de apreciar de cerca sus proverbiales manos. sentado como oyente, el más sensible e inspirado de la sala, desde las sillas dispuestas en el escenario, en el sector que daba entre su espalda y el costado izquierdo pudiendo percibir el toque hipnótico en los Preludios de Chopin hasta los mínimos detalles. “Recuerdo sus manos huesudas, sus manos descarnadas por los años, los nudillos marcados y los surcos profundos entre sus dedos escuálidos. ¡Y ese piano que cantaba que era una locura! –evocaba entre suspiros al pianista-poeta, el virtuoso de los románticos–. Me acuerdo que estaba muy nervioso porque había demasiada gente. ¡Qué ironía –pensó–, él, que tanto había escrito sobre la técnica, no podía controlar esa emoción! Y las manos que le temblaban como una hoja… Yo nunca escuché cantar un piano de esa manera”, describía absorto sin exagerar, porque no en vano se ha dicho que con la muerte de Cortot, Chopin ha muerto por segunda vez.

Durante la noche de aquel recital histórico murió Eva Duarte de Perón. En el intervalo, alguien salió al escenario y anunció la noticia. La ciudad quedó a oscuras, los sitios públicos se cerraron, las actividades se suspendieron y las autoridades obligaron al luto. Se declaró duelo oficial hasta el día 11 de agosto. El país se paralizó por completo. Hoy, entre los tantos recuerdos del niño que cumple 84 años, perdura la gélida noche del 26 de julio de 1952 cuando el Colón se deleitaba con un Chopin inmortal

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